«Porque contigo está el manantial de la vida; En tu luz veremos la luz». Salmo 36:9
Ningún labio puede dar conocer el amor de Cristo al corazón hasta que Jesús se lo revele. Todas las descripciones palidecen y se evaporan si el Espíritu Santo no las llena de vida y de poder. Hasta que nuestro Emanuel no se revele, el alma no podrá verlo. Si quisieras ver el sol, ¿reunirías acaso los medios comunes de iluminación y procurarías de esa manera ver al astro diurno? No; el hombre entendido sabe que el sol tiene que manifestarse a sí mismo, y que únicamente por medio de su propio resplandor puede contemplarse esa potente lámpara.
Así acontece con Cristo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre». Estas palabras se las dijo el Salvador a Pedro. El purificar la carne y la sangre por cualquier proceso educativo que se pueda elegir eleva las facultades mentales al más alto grado de poder intelectual, pero nada de eso es capaz de revelar a Cristo.
El Espíritu de Dios tiene que venir con poder y «hacer sombra» con sus alas al hombre y, después, en ese místico Lugar Santísimo, el Señor Jesús ha de mostrarse al hombre santificado como no lo hace a los miopes hijos de los hombres. Cristo debe ser su propio espejo. La gran mayoría de la gente de este mundo tiene los ojos enfermos y, por eso, no puede ver en absoluto las inefables glorias de Emanuel.
Ven a Jesús sin forma —es decir, sin gracia—, como una raíz de tierra seca, desechada por el vanidoso y despreciada por el soberbio. A Jesús solo le comprende aquel cuyo ojo el Espíritu ha tocado con colirio, cuyo corazón él ha avivado con vida divina y cuya alma ha educado para gustar lo celestial. «Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso» (1 P. 2:7). Para ti, él es la principal piedra del ángulo, la Roca de tu salvación, tu todo en todo. No obstante, para los demás, Cristo es «piedra de tropiezo y roca que hace caer». Dichosos aquellos a quienes nuestro Señor se manifiesta, pues él promete a los tales que hará morada con ellos. ¡Oh Jesús, Señor nuestro, tenemos el corazón abierto, entra en él y no salgas de allí nunca más! ¡Revélate a nosotros ahora! Favorécenos con una vislumbre de tu irresistible encanto.
Extraído de: Lecturas Vespertinas - Charles H. Spurgeon
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