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La política y su trasfondo: El poder real en Paraguay

Por Pablo Cristaldo


Paraguay es un país particular en el contexto latinoamericano. En este artículo analizo la historia reciente y las características de la estructura económica y social de Paraguay, la fuerte presencia del Estado, siempre excluyente, incapaz de responder a las demandas sociales, y siempre proclive a reprimir las libertades.


Horacio Cartes, ex presidente de la República y actual presidente de la ANR. Foto: Brazilian Report.

Una breve digresión histórica permitirá entender los orígenes del poder real en Paraguay hoy. A diferencia de la mayoría de los países de la región –algunos antes y otros después–, que de alguna manera atravesaron desde comienzos del siglo pasado por un proceso de industrialización y, posteriormente, de industrialización sustitutiva de importaciones, Paraguay pasó de un modelo dependiente de las exportaciones primarias a otro distinto, pero también de casi exclusiva actividad primaria. No vivió la experiencia de la urbanización por atracción migratoria, no consolidó una industrialización de su materia prima y el Estado ha tenido siempre un alto control sobre la producción prefiriendo a ciertos sectores productivos por sobre otros. En consecuencia, aquellas formas de producción y acumulación con alta injerencia estatal se mantuvieron vigentes hasta hace muy poco (muchos opinan que hasta ahora).


En efecto, al finalizar la guerra contra la Triple Alianza, lo que quedó del país estaba devastado y la población prácticamente exterminada. Las actividades económicas giraban alrededor de tres pivotes: la explotación de la madera, la ganadería de exportación y los yerbales. Es fácil imaginar que la base económica era limitada. Esto implica que desde hace 140 años se mantiene esa increíble forma de generar riqueza, que bajo todas las luces, y teniendo en cuenta el contexto histórico en el que vivimos hoy, no resulta la más sofisticada, y mucho menos, la más diversa.


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Los cambios que no se dieron. Esta estructura productiva sufrió cambios recién hacia fines de los años 50 del siglo XX. Alfredo Stroessner, asumió en 1954, y al poco tiempo comenzó a "resolver" este problema, pero de una manera nefasta: confiscó algunos latifundios, expropió otros, los parceló y los puso en venta a pequeños propietarios. Muchas de las tierras confiscadas pertenecían a terratenientes liberales.


La Escuela de Guerra del Brasil, donde Stroessner había estudiado, le impuso la Doctrina de la Seguridad Nacional, impulsada entre otros por Goldbery de Couto e Silva. Uno de los postulados de dicha doctrina sostenía que cualquier territorio vacío era territorio del enemigo, por lo cual, ante la presencia de focos guerrilleros, se inició un intenso esfuerzo para poblar la frontera con el Brasil, «la marcha hacia el Este», coincidente con la «marcha hacia el Oeste» en la política de poblamiento brasileña.


Esto dará inicio a un plan de colonización alimentado por campesinos minifundiarios colorados, que cumplirá el doble propósito de poblar territorios hasta entonces ocupados por extensos latifundios madereros y yerbateros y, al mismo tiempo, descomprimir la presión social de una amplia capa de productores arrinconados en pequeñas parcelas en los departamentos próximos a Asunción. El resultado fue una erosión de la base fundiaria del latifundio: en poco más de una década, la actividad económica principal pasó de la exportación de madera y yerba a la agricultura, algodón primero y soja después. Lo mismo que ocurriera a fines de los 50 hacia el Este ocurrirá con dos o tres años de diferencia, con un programa de colonización, en el norte de la Región Oriental.


Pero estos planes de poblamiento campesino no implicaron la desconcentración de la propiedad de la tierra, ya que la mayor parte de la tierra «repartida» había sido fraccionada en pequeños lotes (de 20 hectáreas) para los campesinos, mientras que otra parte fue dividida en fracciones que podían llegar a las 2.000 hectáreas como «lotes ganaderos». Estos últimos fueron otorgados a líderes políticos y militares próximos a Stroessner, quienes posteriormente los fraccionaron y aprovecharon así una sobreganancia especulativa al vendérselos a empresas inmobiliarias o a compradores extranjeros, principalmente brasileños, que empezaron a ingresar masivamente al país a partir de la segunda mitad de los 60. Al menos, los latifundios ganaderos ya existentes en otras regiones no fueron afectados. Vale aclarar que, mal que le pese a muchos, estos extranjeros se valieron de las coyunturas momentáneas del mercado, pagaron el precio (incluso más del precio, en muchos casos) para quedarse con esas tierras, por ende, son los verdaderos propietarios.


Cómo terminó ese modelo. A medio siglo de aquellos acontecimientos, queda claro que lo que se buscaba con esos programas, llamados de «reforma agraria», era habilitar tierras de bosques para la instalación, a partir de mediados de la década del 70, de una agricultura farmer y empresarial a gran escala. Esta agricultura iría siendo paulatinamente estructurada alrededor de empresas agroexportadoras multinacionales y de cooperativas de grandes productores capitalizados, que a la postre resultaban altamente rentables al modelo en ciernes, salvando así el desatino stronista.


En cuanto a su diversidad productiva, este modelo, si bien produjo una rápida incorporación de un importante segmento del campesinado al mercado (principalmente a través del algodón), mantuvo, a través fundamentalmente de la soja, las características de un enclave, con escasísima incorporación de campesinos en el rubro, debido a la incorporación de máquinas cosechadoras, aunque, de igual manera, demandó una importante inversión, por ende, pago de impuestos en su adquisición y mantenimiento, algo que, de igual forma, perjudicó a los sojeros, compensando con creces dicho fenómeno social. Paralelamente, el sector ganadero perjudicado, ajeno al gobierno, se recuperó rápidamente de los avatares políticos de los 50 y 60 y comenzó a ganar aún más territorio en los 80, ahora con métodos innovadores (ganadería de engorde para la exportación, alta genética, pasturas implantadas y otros), a pesar de la presencia del Estado, sus jugadas desacertadas y sus constantes hostigamientos arancelarios.


Cárteles, drogas y poder real. Pero hace falta todavía un poco más para entender las raíces de la actual situación política. La apetencia de poder y riqueza de Stroessner, casi como la de cualquier autócrata, no parecía tener límites. Una vez que se consolidó en el poder, comenzó a tender lazos con narcotraficantes, facilitándoles primero el traslado de insumos para la producción de cocaína hacia Bolivia, Perú y Colombia, y posteriormente para la producción de marihuana en el país. Y, como lógico complemento, también facilitó el lavado de dinero proveniente de tales actividades. Delegó estas tareas en su segundo, el general Andrés Rodríguez, quien fue nombrado comandante del regimiento de mayor poder militar de la época. Rodríguez asumió entonces el control completo de las actividades vinculadas al tráfico y la producción de drogas, así como del lavado de dinero. Desde comienzos de la década de los 70 este secreto a voces fue respaldado por juicios iniciados en el exterior, de modo que Rodríguez no podía salir del país por tener una orden de captura de Interpol (vaya dejavú con otro conocido actual). Fue recién en 1989 cuando el Departamento de Estado norteamericano, ante la necesidad de una sucesión de Stroessner, decidió limpiar su situación. No obstante, para esa época los narcos no solo estaban consolidados en el país, sino que se habían convertido en uno de los poderes económicos reales más importantes, que controlaba buena parte del territorio del norte de la Región Oriental.


Empresarios, pero no tanto. Debe entenderse que la base de sustentación política de Stroessner, que originariamente estuvo constituida por campesinos favorecidos y parte importante del Partido Colorado, sufrió, en el primer quinquenio de su dictadura, profundas modificaciones. Las purgas internas dentro del partido, la «limpieza» de las Fuerzas Armadas, donde quedaron solo los incondicionales y la puesta en funcionamiento de un Estado de terror, hicieron necesario que redefiniera su base de sustentación política. 


Los nuevos militares y los nuevos líderes civiles del Partido Colorado fueron premiados con tierras, cargos y dádivas vinculadas a la repartición de segmentos de actividades económicas. Las ramas inmobiliarias, empresas contratistas, de transporte, de importación y exportación y específicamente el contrabando, acopio, comercialización interna y distribución minorista de alimentos y bebidas fueron por lejos las más beneficiadas, de donde surgieron los «empresaurios»: una casta de maleantes políticos de guante blanco devenidos en empresarios por el régimen, que continúan siendo hoy encumbrados parlamentarios, dirigentes y dueños de importantes empresas y medios de comunicación. Surge con fuerza el rentismo, que va a caracterizar desde entonces al régimen de Stroessner y a los gobiernos que lo sucedieron.


Sobre el poder real. De ese modo se conformó la estructura del poder real en Paraguay, basada fundamentalmente en tres grupos: el oligopolio ganadero, los narcos y los «empresaurios», todos cohesionados por un Estado cómplice. Como quedó dicho, estos tres grupos se instalaron con Stroessner; el primero, el menos influyente, el segundo, irrumpieron ante un clima apto para tal actividad, y el último es el poder emergente a partir del golpe de 1989 y está integrado por quienes pasan a ser los «adalides» de la democracia mínima que rige en el país hoy.


Los gobiernos que se sucedieron luego del golpe contra Stroessner fueron directamente una expresión de los intereses de alguno de estos tres grupos (o de varios de ellos) o debieron respetar las reglas del juego y atenerse a límites muy definidos. Desde los partidos políticos se les exigieron amplios esfuerzos para compatibilizar las agendas partidarias con aquellos intereses. La violenta salida del presidente Raúl Cubas Grau en marzo de 1999 es una muestra elocuente de la rigidez de las normas de comportamiento político impuestas por los grupos de poder real. Estos grupos se opusieron frontalmente a que el ex-general Lino Oviedo, a la sazón protegido por Cubas Grau (cuyo eslogan de campaña fue «Su voto vale doble», aludiendo a la rehabilitación política que daría a Oviedo, en ese momento preso por anteriores juicios pendientes), ocupara ciertos territorios económicos reservados a otros «padrinos».


Esta «imprudencia» le costó a Oviedo dos breves detenciones por supuestos delitos de desacato, su pase a retiro, su posterior condena a 10 años de cárcel y la salida al exilio en 1999. Luego de su pase a retiro, Oviedo creó su propio movimiento político, posteriormente convertido en partido, que supuso una ruptura interna importante dentro del Partido Colorado. Esta escisión de casi 30% de su nómina de afiliados tuvo repercusiones decisivas en la derrota experimentada por esa fuerza en las elecciones de 2008, en las que obtuvo su menor votación desde la época de Stroessner. Ya en las elecciones de 2003, que definieron al sucesor del presidente provisional Luis Ángel González Macchi (quien asumió interinamente en 1999 para completar el periodo de Cubas Grau), los márgenes históricos de votación de dicho partido se habían reducido. 


La gestión de González Macchi estuvo marcada por una intensificación de la corrupción, que se expandió –por una manifiesta falta de liderazgo del advenedizo presidente– hasta alcanzar ribetes que fueron denunciados no solo por la propia derecha, sino por organismos internacionales y regionales. El clima ciudadano era que no podía venir nadie peor. Para las elecciones de 2003, el partido de Oviedo, Unace, se presentó con candidato propio y logró un nada despreciable 15% en el nivel nacional, incluso con su líder fuera del país. Esa cifra aumentaría a 24% cinco años después, cuando el propio Oviedo se presentó como candidato. En aquella oportunidad, la postulante colorada, Blanca Ovelar, apenas consiguió 34%. Lugo, con el apoyo del Partido Liberal Radical, una izquierda balcanizada y los independientes, llegó a 40,8%.… sobre la leche derramada. La derrota del Partido Colorado, 15 años después de que Andrés Rodríguez terminara su mandato, casi 20 años después del golpe de Estado y a 60 años de que el partido asumiera ininterrumpidamente el control del aparato estatal, produjo un impacto que desestructura a esta fuerza política hasta el día de hoy. Es lógico que los intereses del poder real que se encontraban relativamente cómodos (aunque afectados por el descontrol de la corrupción) y que manejaban prácticamente todas las instancias del poder político formal se vieran súbitamente amenazados (aunque después se verá que no fue sino una apreciación apresurada) por la irrupción de un ex-obispo, portador de los principios de la horrenda Teología de la Liberación y precedido por la fama de ser defensor de los intereses de los desposeídos, aunque a posteriori, nos hayamos encontrado con un inmoral, en todo sentido.


El enojo de los grandes. Pero la reacción de la derecha fue rápida y con estrategias múltiples, y además no todo el aparato estatal estaba perdido. Las dos cámaras del Poder Legislativo continuaron bajo control mayoritario de la oposición: los partidos que apoyaron directamente a Lugo (por falta de una denominación más feliz, los definimos como el «luguismo») solo cuentan con tres parlamentarios en total (sin contar a los liberales), de un total de 120. Esta barrera parlamentaria le permitió a la derecha controlar casi completamente el proceso político sin mayores sobresaltos. Debe tenerse en cuenta que la Constitución aprobada en 1992 (durante la presidencia de Rodríguez y después del golpe) confería poderes al Parlamento que la anterior, sancionada en 1967, no contemplaba. El cerrojo parlamentario se ha mostrado muy eficaz a la hora de obligar a Lugo a negociar pactos y acuerdos que lo han hecho perder legitimidad ante buena parte de sus electores y organizaciones políticas. Finalmente, mediante juicio político, fue depuesto de la silla presidencial, para que el entonces vicepresidente, el radical Federico Franco, termine por consumar el desastre que representó el luguismo para el país.


Por otro lado, también el Poder Judicial –conformado en su momento a la medida del Partido Colorado y ajustado a las «reglas de juego» de los poderes reales– se encargó de reforzar la barrera a las iniciativas del Ejecutivo y, sobre todo, de los grupos sociales organizados, cuando intentaron impulsar públicamente sus reivindicaciones . El Ministerio Público cumplió la importante tarea de imputar a los molestos, casi siempre dirigentes sociales, y mirar distraídamente hacia otro lado cuando los detentores de privilegios atentaban contra las normas. Tomando en consideración lo anterior, puede apreciarse el escaso margen de maniobra de que dispuso Lugo para ejercer algún poder significativo que implique una amenaza real a los intereses verdaderamente hegemónicos. De cualquier manera, Lugo tampoco tenía las ideas correctas.


El Parlamento, entre las instituciones estatales, y la prensa, entre las privadas, no han cesado en ningún momento, desde la asunción de Lugo, de boicotear sistemáticamente su gestión. Ya sea por vía del desprestigio personal de la figura presidencial (desprestigio basado en la verdad, por cierto), ya sea por el bloqueo sistemático a los proyectos de ley, el gobierno se vio obstaculizado y no pudo dar tan siquiera los primeros pasos en sus principales promesas de campaña. Lección a tener en cuenta.


Corrupción, o la renta del Estado. Hay todavía otro elemento que debe incluirse en este repaso. Desde Stroessner, nada puede entenderse en el Paraguay si no se toma en cuenta la corrupción, heredera directa del rentismo. Si bien los pseudoempresarios surgidos de las prebendas políticas otorgadas por el dictador descuellan por sus habilidades en este ámbito, el hecho de que «todo se puede conseguir en el país si uno tiene al poder de turno como amigo» ha convertido a los ganaderos allegados al poder en estafadores, a los empresarios allegados al poder en privilegiados fiscales, y a los exportadores allegados al poder en infractores privilegiados de las normas ambientales, sanitarias y laborales. Y, lógicamente, ha hecho que la administración pública, beneficiaria (menor, pero directa y cuantitativamente más importante) del rentismo, esté íntimamente inficionada de estas prácticas, hasta el punto de que en Paraguay resulta difícil hacer un trámite cualquiera en tiempo y forma sin que medie una comisión, coima o «mordida». A tal grado ha llegado la corrupción que existen muchos casos denunciados en los últimos años que, por desidia de la Fiscalía o por connivencia de la Corte Suprema, han quedado en la más completa impunidad. 


La corrupción explica el hecho de que solo la mitad de la economía paraguaya esté registrada. La otra mitad opera en negro. La corrupción sistémica es funcional a esta forma de acumulación de riqueza. La economía negra es operada básicamente por «empresaurios» y narcos (y, como se dijo, por parte amiga de los ganaderos, o narcoganaderos), aunque sus «beneficios» se expanden al resto de la economía, principalmente bajo la forma de generación de empleo informal. Por lo tanto, si algún gobierno decidiera emprender una lucha frontal contra la corrupción, afectaría la tasa de desocupación, por lo que la libertad de mercado y el achicamiento del Estado son la salida más salomónica a este problema, de modo a blanquear cualquier forma lícita de generación de riqueza. La economía «registrada» descansa principalmente en la soja, la exportación de pobres (remesas desde el exterior) y la carne. En mucho menor medida aparecen los aportes del sector servicios y la construcción. La industria produce solo 16% del PIB. Como es de suponer, este modelo ha venido generando desde hace ya un cuarto de siglo, y seguirá generando a menos que se registre un cambio, una gran cantidad de pobres: desocupación , migración del campo a la ciudad, inseguridad urbana, graves problemas educativos, de salud y de vivienda.


Lo que difícilmente cambie son las condiciones estructurales. Entre esas condiciones estructurales debe destacarse la importancia de la «legalidad» hoy existente en el país. Se trata de leyes que fueron creándose y mejorándose a lo largo de 140 años de dominación estatal. Una legislación que fue pergeñada a veces paciente, a veces violentamente, no por personas cualesquiera que representaban o representan a todos los sectores de la sociedad, sino por determinados exponentes de determinados sectores sociales, que suelen ser los que tienen más poder político. Las leyes, en consecuencia, tienen un fuerte sesgo estatal. El asedio a las libertades individuales y los reclamos que se generan a partir de ello alimentan un círculo vicioso que estimula a la casta enquistada en los poderes del Estado a elaborar y aprobar nuevas leyes que cercenan aún más esas libertades.


La insatisfacción de las necesidades sociales básicas, el desencanto y el desorden son los rasgos centrales del escenario actual. Pero para ciertos sectores la cohesión y el ordenamiento de la sociedad constituyen el aspecto central del ejercicio del poder, su objetivo natural, por lo que la obsesión por el orden (y su permanencia) resulta finalmente una actitud defensiva.


Esa actitud defensiva se expresa en los remedios que se proponen para resolver esta «anomalía» del poder: disciplinar de múltiples maneras a la ciudadanía, desactivarla y limitar decisivamente la capacidad reivindicativa del individuo y su libertad, de sus organizaciones sociales y políticas, tal vez con «ayuda» de los medios de prensa empresariales, o con la colaboración policial.


El trío conformado por el Poder Judicial, el Ministerio Público y la Policía se convierte así en una herramienta efectiva para utilizar – como en pesca mayor– la enmarañada red legal represiva engendrada en el Poder Legislativo para cercenar libertades y limitar la fuerza ciudadana.


Esta demostración de que el poder real se encuentra en otro lado, y no precisamente en las instituciones que lo detentan formalmente, es irrefutable. A la casta no se los puede tocar.



*Este artículo es una adaptación de un artículo publicado por nuso.org, reeditada por Pablo Cristaldo, porque consideró que los datos no correspondían a la realidad, aunque su enfoque estaba correcto. El autor se hace plenamente responsable de las expresiones de este artículo resultante.




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