Como el pueblo de Israel en el desierto, nosotros también podemos responder en queja y murmuración a pesar de la bondad, fidelidad y amor de Dios (Ex 15:24, 17:3; Nm 14:2, 26-30), poniendo en duda sus juicios justos y soberanía. Lo opuesto a esa actitud equivocada sería responder en lamento, derramando nuestro corazón ante el Señor y expresándole nuestro dolor (Sal 142:1-2), pero sin olvidar Su carácter y Sus promesas (Sal 142:5-7).
Por Fabio Rossi
Gladys Aylward escuchó la predicación de un joven pastor en Inglaterra que la confrontó con el evangelio, alrededor de 1925. El mensaje llegó tan profundo a su corazón que llegó a sentir una profunda carga por la misión de Dios y, en particular, por la obra misionera en China.
Gladys estaba convencida de que “alguien” tenía que ir a proclamar el evangelio de Cristo en aquella nación. Así que decidió ponerse en contacto con las personas influyentes que conocía para animarlos a considerar la posibilidad de ir a China como misioneros. Sin embargo, todos rechazaban su oferta.
Sin muchas opciones más, Gladys abordó a su hermano, Lawrence. Él, al igual que los demás, no sentía una carga particular por los perdidos. Pero Dios lo usó en la vida de su hermana de manera inesperada, cuando le dijo: “Si en verdad estás tan interesada, ¿por qué no vas tú misma a China?”.
Fue así como Gladys se dio cuenta de que ese “alguien” a quien tanto había buscado, ¡era ella misma! Esta convicción la condujo a orar: “Dios, aquí está mi Biblia, mi dinero y aquí estoy yo. Por favor, úsame, Dios. Úsame, por favor”.
Gladys sirvió como misionera en China durante 18 años. Ella fue usada grandemente por el Señor, pero quizás su hazaña más conocida está relacionada con un ataque armado al que sobrevivió durante la Segunda Guerra Chino-Japonesa (1937–1945). En esa oportunidad rescató a más de 100 niños huérfanos, a quienes condujo por varios días entre las montañas de China hasta llegar a una aldea donde encontraron refugio.
Gladys murió en Taiwán el 3 de enero de 1970, dejando un legado de fidelidad a Dios y servicio sacrificial a favor de los más vulnerables y necesitados.
La queja y el lamento no son sinónimos. Lo primero nace de un corazón egoísta que ha dejado de confiar en Dios, mientras que lo segundo nace de un corazón humilde que se presenta delante del Señor, con sus dudas y su dolor por el pecado, pero sin dejar de creer que Él es soberano y está en control de todas las circunstancias.
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