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La religión de la céltica antigua

Los antiguos celtas creyeron en la existencia de una interrelación cósmica, en un fluido vínculo entre la naturaleza, los seres humanos y las potencias sobrenaturales, expresado en recurrentes metamorfosis y figuras híbridas. Sus religiones fueron complejos sistemas de creencias, mitos, rituales, dioses y paisajes sagrados.

Imagen / worldhistory.org

Con la documentación actual, es imposible realizar una reconstrucción general de la religión y la mitología de la céltica antigua —relatos de los orígenes, calendarios festivos, competencias y mitos de los dioses, cosmologías, etc.—; sabemos demasiado poco como para poder explicarlo todo, y por eso las narrativas globales resultan excesivamente especulativas y no son más que la proyección ahistórica del imaginario del propio historiador. Del mismo modo, las recreaciones de la religión céltica propuestas por el neodruidismo, la wicca y el celtismo son resultado de la invención de una supuesta tradición ancestral, imaginada conforme a las fantasías modernas sobre los celtas del pasado, y con escasa base científica.

Por otro lado, conviene recordar que nunca existió una religión celta única y estática, sino distintos sistemas religiosos que fueron transformándose conforme lo hacían las sociedades célticas. No hubo nunca un panteón divino pancéltico, ni una mitología compartida por todos los pueblos de la céltica antigua. Eso no obsta para que encontremos elementos religiosos recurrentes, que podemos relacionar con la existencia de creencias, rituales y cosmovisiones comunes, que se manifestaron de forma distinta en cada región, grupo cultural y periodo histórico.

Algunos de esos elementos mítico-religiosos pervivieron en los relatos y sagas de Irlanda y Gales que pusieron por escrito monjes medievales —como los Mabinogion, el Leabhar Ghabála Éireann, o el Ciclo del Ulster —, repletos de calderos mágicos, druidas, reinas, piedras que hablan, metamorfosis, banquetes y batallas heroicas. Desafortunadamente, no contamos con un corpus similar a los relatos insulares para los pueblos de la céltica antigua, por lo que desconocemos los relatos míticos que dieron sentido a sus rituales, imágenes, paisajes sagrados y dioses. Eso limita (mucho) nuestra capacidad para interpretar y comprender esos sistemas religiosos antiguos, a lo que se suma el propio sesgo de las fuentes documentales de las que disponemos.

La celta era una cultura oral, y son pocos los textos religiosos escritos en lenguas célticas; como ejemplo, el calendario galo de Coligny, la «gran inscripción» celtibérica de Peñalba, o la maldición gala de Chamalières. Conocemos muchos nombres de dioses célticos gracias a inscripciones romanas de los s. I-IV d. C., pero no siempre es fácil reconstruir los espacios y las dinámicas rituales de las que formaron parte, ni saber cuáles eran las atribuciones y el territorio de gracia de esas entidades divinas. La información sobre la religión de los celtas que ofrecen los autores grecolatinos se enmarca en un discurso ideológico que legitima su conquista y colonización por parte de Roma, al presentarlos como la antítesis bárbara —también en lo religioso— de la civilización clásica; hay, por tanto, omisiones, distorsiones y exotismo.

En cuanto a las imágenes, resulta complicado desentrañar sus códigos y significados sin conocer las narrativas mítico-religiosas, pero aun así podemos identificar en ellas rituales, dioses, sacerdotes, geografías sobrenaturales, combates heroicos, símbolos solares, etc. Los mayores avances sobre religión céltica proceden de la arqueología, pero aquello que no dejó huella material —gestos, palabras, sonidos, olores, elementos perecederos, movimientos, emociones y sensaciones— nos resulta irrecuperable.


Violencia ritualizada

La violencia ritualizada constituye un elemento nuclear y común de los sistemas religiosos célticos, a pesar de las diferencias entre ellos.

Los textos grecolatinos relatan con repugnancia que los pueblos de la céltica antigua sacrificaban seres humanos con distintos fines y procedimientos rituales. Aunque esa información literaria esté amplificada y distorsionada en tanto que forma parte del relato creado por Roma para justificar la conquista, la arqueología sí documenta casos de violencia intrapersonal ritualizada entre los celtas, aunque en ocasiones es difícil determinar qué motivó la selección de las víctimas y si sus lesiones son peri o post-mortem.

Los «cuerpos de los pantanos» encontrados en turberas y pantanos de Irlanda e Inglaterra son los restos, momificados de forma natural, de hombres que fueron sacrificados y depositados allí desnudos entre los siglos IV a. C. y I d.C. Uno de los jóvenes arrojados al pantano de Lindow (Inglaterra) llevaba un brazalete de pelo de zorro y el cuerpo pintado, y había ingerido una comida especial antes de sufrir una muerte brutal — fue golpeado en la cabeza, asfixiado, degollado y ahogado. Aunque trató de defenderse, el hombre de casi 2 metros de altura y cuidada manicura al que pertenece el torso mutilado depositado en el pantano de Oldcroghan (Irlanda) fue apuñalado hasta su muerte, decapitado y cortado por la mitad, se le rebanaron los pezones, y sus brazos fueron perforados y atravesados por ramas de avellano. El adulto encontrado en la turbera irlandesa de Clonycava fue golpeado repetidas veces en la cabeza y en el torso con un hacha de piedra, seccionado por la mitad, destripado y arrojado al pantano; conserva un elaborado peinado fijado con un gel de resina de pino procedente de España. En el lago de Llyn Cerrig Bach (Gales), se han encontrado cadenas y cepos para cinco cabezas, objetos metálicos y restos animales y humanos, que podrían relacionarse con sacrificios humanos (¿ahogamiento por inmersión?).

Las fuentes literarias aluden al sacrificio céltico de prisioneros en teatrales ceremonias que incluían el derramamiento de sangre y la observación de los últimos estertores y las entrañas de los vencidos con un fin adivinatorio. El Romanticismo asoció esos rituales cruentos con druidas y megalitos, inventando una efectista iconografía sin base histórica que pervive en el imaginario popular. La inmolación de enemigos también formó parte de rituales guerreros de preparación para el combate o de celebración de la victoria. Eso hizo Boudica, reina del pueblo britano de los Icenos, con la población capturada durante su revuelta antiromana (60 d. C.), a la que torturó y sacrificó como ofrenda a sus dioses. Restos humanos encontrados en la Sima de La Cerrosa (Asturias) y en otras cuevas cántabro-astures podrían pertenecer a individuos sacrificados en el contexto de las Guerras Cántabras (s. I a. C.).

Otras veces, el sacrificio humano céltico pudo ser una forma ritualizada de pena capital reservada a ciertos criminales, como relata César; o de agradecimiento a los dioses por la conservación del grano del que dependía la supervivencia de la comunidad, como es el caso de los 25 jóvenes depositados en silos del poblado de Danebury (Inglaterra), que muestran signos de lapidación, desmembramiento y canibalismo. En otras ocasiones, el asesinato ritual permitía la sacralización y/o la protección mágico-religiosa de una construcción y de sus moradores, de ahí las inhumaciones de infantes y adultos en murallas y fosos. Desconocemos los significados de otros sacrificios humanos —como los realizados en el s. II a. C. en Gordion (Turquía)—, y de las complejas manipulaciones rituales de restos humanos, completos o desarticulados, atestiguadas en contextos muy diversos de la Céltica.

Practicaron la amputación de la diestra y la decapitación de los adversarios, y la exhibición y manipulación de sus armas y sus cabezas. Sabemos que las testas de los vencidos fueron colgadas de los caballos de los vencedores —como se muestra en monedas, cerámicas galas, báculos y fíbulas hispanas; enclavadas, embalsamadas e integradas en trofeos junto a las murallas, como en el poblado galo de Cailar; expuestas en complejos religiosos, como en Roqueperturse y Gournay-sur-Aronde (Francia); guardadas en las casas como testimonio del valor de sus posesores; y utilizadas como artefactos rituales en ceremonias cuyo desarrollo y propósito nos son desconocidos. Sí sabemos que el hábito recurrente de obtención, conservación y exhibición de las cabezas de los vencidos no está vinculado a un unitario y pancéltico «culto al cráneo», sino a una compleja práctica de violencia ritualizada con significados socio-religiosos diversos y cambiantes.

El sacrificio animal está bien documentado entre los pueblos de la céltica antigua y en contextos muy diversos (viviendas, murallas, santuarios, necrópolis, etc.). Las víctimas más habituales eran los animales domésticos (ovejas, cerdos, bóvidos, perros, caballos, gatos), aunque también se sacrificaron córvidos, jabalíes, ciervos... La elección de la especie, el género, el color y la edad del animal dependía de la deidad invocada, la finalidad del ritual, y otras convenciones culturales, y su inmolación iría acompañada de acciones, palabras y gestos codificados por su tradición religiosa, que no han dejado huella. Algunos animales fueron consumidos total o parcialmente en banquetes ceremoniales, como sucedió en el s. III a. C. en el altar-cocina del sacrificio de Castrejón de Capote (Badajoz). La mayoría fueron depositados —completos o solo en partes— en hoyos abiertos en contextos domésticos, en tumbas, y en fosas o pozos de complejos religiosos.

Otra práctica sacrificial compartida por los pueblos de la céltica antigua fue la inutilización deliberada de objetos como una forma de «matarlos» y transferirlos así al ámbito sobrenatural: armas dobladas, cerámicas rotas, ánforas decapitadas, calderos y cascos desmontados, monedas perforadas o recortadas, etc.


Paisajes sagrados y espacios de culto

Los textos greco-romanos insisten en el carácter naturalista de la religión céltica y en su reluctancia a encerrar a los dioses en edificaciones e imágenes humanas, prefiriendo rendirles culto en bosques (nemeton) y en parajes naturales apenas modificados antrópicamente (cuevas, montañas, surgencias, pantanos, etc.). Eso no implica que existiera un culto a los árboles, las aguas, las rocas o los montes, sino una veneración a las potencias sobrenaturales que se manifestaban en esas topografías, y que se integraban en historias mítico-religiosas de las que desconocemos casi todo. La montaña de Peñalba de Villastar (Teruel) y la Cueva de La Griega (Pedraza) son ejemplos de arquitectura natural sagrada céltica; también lo son los ríos, fuentes y lagos en los que se celebraron rituales con depósito acuático de objetos, metálicos en su mayoría, como ejemplifica el hallazgo en la surgencia termal de Duchcov (Chequia).

Pero pese a lo que afirmen los autores greco-latinos en su tendencioso relato sobre la barbarie religiosa céltica, los celtas sí construyeron espacios de culto e imágenes divinas con forma humana. Aunque no se trate de templos al estilo clásico, la arqueología documenta una variedad de estructuras cultuales y complejos religiosos tanto en el interior de los asentamientos como fuera de ellos, identificándose tradiciones regionales y/o étnicas. Algunos incluso fueron centros ceremoniales supralocales, como Tara (Irlanda), asociado a la realeza; las Fontes Sequanae (Francia), un centro salutífero de peregrinación; o Ribemont-sur-Ancre, un macabro santuario en honor de los Belgae caídos en combate con sus cuerpos expuestos.

También se realizaron actividades rituales en los contextos domésticos, como evidencian las inhumaciones infantiles, la parafernalia ritual (quema-perfumes, cerámicas cultuales, figurillas, etc.), y los depósitos animales descubiertos en viviendas de toda la céltica.


La muerte no es el final: visiones del más allá

Las sociedades de la céltica antigua compartieron la creencia en que la muerte no era el final de la vida, sino un estadio liminar, intermedio, que daba paso a otra forma de feliz existencia, aunque imaginaron de diferentes formas cómo era ese más allá y cómo se accedía a él. La iconografía y los textos clásicos e insulares documentan la creencia en un allende ubicado en islas del Atlántico, y en otras vías acuáticas de acceso a la geografía de los muertos. En otras ocasiones, esta se localiza en las regiones celestes, a las que llegan los guerreros caídos en combate tras la exposición de sus cuerpos a buitres y córvidos, como se documenta en Hispania y Galia. También creyeron en un inframundo al que se entraba a través de túmulos prehistóricos (sídh) y cavernas.


Druidas y otros especialistas religiosos

Ni los druidas de César, ni los del neodruidismo, ni los de la cultura popular (Panoramix), son los druidas históricos de la Antigüedad, de los que en realidad sabemos muy poco. Para su estudio solo contamos con la imagen distorsionada que de ellos nos ofrecen los textos clásicos, y con los hallazgos de una controvertida «arqueología druídica».

Los autores clásicos localizaron a los druidas solo en Britania y Galia —no hay ninguna referencia textual o epigráfica a su presencia en otras áreas de la céltica—, y les atribuyen un poder sagrado y una función socio-religiosa preeminente: sacerdotes presentes en todas las ceremonias religiosas, depositarios de un saber colectivo que transmiten oralmente, jueces de todas las disputas, filósofos, adivinos, sanadores, consejeros de los poderosos, y líderes político-militares, como Diviciaco. Aunque como él algunos druidas sí colaboraron con el Imperio romano, otros optaron por hacer frente al invasor. Esto, unido al rechazo al sacrificio humano —ilegalizado en Roma en el 97 a. C.—, llevaría a los emperadores Tiberio y Claudio a ordenar la persecución del druidismo, con el fin de desactivar su poder como catalizadores de la resistencia indígena, y desmantelar la tradición cultural de la que ellos eran guardianes. Si sobrevivieron, lo hicieron transformados en otro tipo de autoridad religiosa.

En cuanto a la «arqueología druídica», se trata de tumbas y objetos singulares —tocados, coronas, «cucharas» decoradas, cetros, cuchillos, etc.—, que supuestamente pertenecieron a druidas, aunque también pudieron ser usados por otros especialistas religiosos célticos. Sabemos que, al menos en el ámbito hispano, algunos de esos especialistas iban ataviados con manto talar y gorro picudo, como muestra la escena de sacrificio animal pintada sobre una cerámica numantina; y que otros utilizaron máscaras y disfraces en sus rituales, quizás para encarnar a los dioses.


Las mujeres en la religión céltica

Pese a que el celtismo y el neopaganismo defiendan el carácter eco-feminista de la religión céltica antigua, y a que sea innegable que las mujeres celtas tuvieron un liderazgo político-militar y un reconocimiento social impensables en el mundo clásico, no sabemos si históricamente existieron druidesas o si, como se deduce de la literatura grecolatina, el sacerdocio druídico estuvo reservado a los hombres.

Los textos clásicos sí destacan la activa lucha anti-romana de sacerdotisas britanas como las que trataron de impedir, sin éxito, la destrucción de la isla sagrada de Anglesey (Gales) por el ejército romano; y como la reina Boudica, sacerdotisa de la diosa Andraste. También mencionan la existencia de otros sacerdocios femeninos entre los celtas, y dos imágenes femeninas encontradas en Numancia podrían representar a sacerdotisas celtibéricas o a diosas. Además, según el escritor romano Salustio, las mujeres celtibéricas eran las depositarias de la memoria oral de sus comunidades, que transmitían mediante sus cantos; quizás fueron también guardianas de la tradición religiosa de su pueblo. Hubo, además, profetisas célticas como la puella cluniense y las dryadas, adivinas galas consultadas por emperadores romanos del s. III d. C. Pero además de desempeñar funciones sacerdotales y proféticas, las mujeres están presentes en la religión céltica como agentes individuales —fieles, peregrinas—, y como diosas a las que se rinde culto — Deva, Epona, Degantia, etc.—, como atestiguan las imágenes e inscripciones votivas.


Entre lo imaginario y lo real

Los antiguos celtas creyeron en la existencia de una interrelación cósmica, en un fluido vínculo entre la naturaleza, los seres humanos y las potencias sobrenaturales, expresado en recurrentes metamorfosis y figuras híbridas. Sus religiones fueron complejos sistemas de creencias, mitos, rituales, dioses y paisajes sagrados, que conformaron cosmovisiones que se transformaban al igual que lo hacían las sociedades a las que daban sentido. La dominación de Roma provocó cambios en esas religiones tradicionales, insertas ya en un marco provincial céltico-romano.

En el estudio de las religiones de los celtas del pasado se entremezclan distorsiones antiguas, primitivismo cultural romántico, arqueología, voces indígenas y relatos coloniales, imaginarios modernos y realidad histórica. Es mucho aún lo que nos falta por descubrir y comprender sobre estos fascinantes sistemas religiosos.


Con información de: muyhistoria.es

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