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Las Cruzadas Medievales: Causas, características, desarrollos y líderes (Parte I)

El Papa Urbano II encendió en el Concilio de Clermont una chispa que hizo explosión no sólo por razones religiosas, sino por el ansia de aventura de los caballeros, la vida miserable delos siervos, que nada tenían que perder, y por el estímulo interesado de comerciantes que esperaban abrir nuevos mercados.



¿Cual fue la chispa que encendió las cruzadas y de qué manera pudo mantenerse el fuego de las marchas, peregrinaciones y batallas durante doscientos años de casi continuos desastres?. Los historiadores no se han puesto de acuerdo… lo prudente es concluir que las causas fueron muchas y diversas.


Durante esos dos siglos, emperadores, reyes, nobles, caballeros, monjes, siervos y hasta niños se precipitaron, generación tras generación y marejada tras marejada, hacia el Oriente con el anhelo declarado de conquistar el Santo Sepulcro.


Causas de las cruzadas medievales. Desde el siglo III en adelante, los cristianos de la Europa occidental y de Bizancio acudían en peregrinajes, individualmente o en grupos, a las capillas y lugares sagrados de Palestina: la Tierra Santa.


En el siglo VII cuando el Islam creció y se extendió hasta Palestina, a la mayor parte de los cristianos se les trataba bien y no se les obstaculizaban sus devociones. Muy pocas veces, sin embargo, sufrieron algún insultos y malos tratos por parte de los musulmanes.


La situación mejoró durante el reinado de Carlomagno, coronado emperador del Sacro Imperio en el año 800.


Carlomagno acordó con el califa de oriente que los peregrinos y residentes cristianos no fueran molestados por los árabes mientras pagaran sus impuestos y se ajustaran a las normas de conducta acordadas previamente. Esa tolerancia y buen trato musulmana decayó en el siglo XI, cuando los turcos seljeúcidas, recién convertidos y militantes del Islam, ocuparon la mayor parte de la tierra que hoy constituye Turquía, Siria y Palestina.


Los seljúcidas infligieron terribles derrotas a los ejércitos del imperio bizantino y amenazaron su capital, Constantinopla.


El emperador bizantino, Alejo,} solicitó ayuda militar de todos los cristianos de occidente y dirigió una apelación especial al papa Gregorio VII.


A pesar de gozar de todas sus simpatías, Gregorio no podía prestarles mucha ayuda práctica por estar comprometido en luchas por el poder con el Sacro Imperio romano.


El sucesor de Gregorio, Urbano II, espoleado por las noticias de que los peregrinos cristianos a Tierra Santa eran asesinados o caían en la esclavitud, les prestó la ayuda que Gregorio les había negado.


Urbano tenía otros motivos además del deseo de liberar Palestina. Esperaba que la ayuda occidental favorecería definitivamente la unión de la iglesia ortodoxa oriental, que se había separado de Roma en el año 1054. Al mismo tiempo, vio el modo de liberar a Europa de los belicosos señores feudales cuyas rebeldes actitudes amenazaban a menudo la autoridad de la Iglesia.


En otoño de 1095 convocó a los obispos, señores y caballeros al concilio de Clermont para discutir las temibles y sangrientas campañas a Oriente en defensa de Tierra Santa… y de este modo a se comenzaron a organizar las primeras campañas al oriente, conocidas como Cruzadas.


Características de las cruzadas. Las Cruzadas: Se designan con este nombre las expediciones que, bajo el patrocinio de la Iglesia emprendieron los cristianos contra el Islam con el fin de rescatar el Santo Sepulcro y para defender luego el reino cristiano de Jerusalén.


La palabra «Cruzada» fue la «guerra a los infieles o herejes, hecha con asentimiento o en defensa de la Iglesia».


Aunque durante la Edad Media las guerras de esta naturaleza fueron frecuentes y numerosas, sólo han conservado la denominación de «Cruzada» las que se emprendieron desde 1095 a 1270.


Ocho cruzadas. Según Molinier, las Cruzadas fueron ocho. Cuatro a Palestina, dos a Egipto, una a Constantinopla y otra a África del Norte.


Como decíamos antes las causas de las cruzadas deben buscarse, no sólo en el fervor religioso de la época, sino también en la hostilidad creciente del Islamismo, en el deseo de los pontífices de extender la supremacía de la Iglesia católica sobre los dominios del Imperio Bizantino, en las vejaciones que sufrían los peregrinos que iban a Tierra Santa para visitar los Santos Lugares, y en el espíritu aventurero de la sociedad feudal.


Cuando los turcos selúcidas (selyúcidas) se establecieron en Asia Menor (1055) destruyendo el Imperio Árabe de Bagdad, el acceso al Santo Sepulcro se hizo totalmente imposible para los peregrinos cristianos. Un gran clamor se levantó por toda Europa, y tanto los grandes señores como los siervos acudieron al llamamiento del papa Urbano II.


Los caballeros aspiraban a combatir para salvar su alma y ganar algún principado, los menestrales soñaban hacer fortuna en el Oriente, país de las riquezas, los siervos deseaban adquirir tierras y libertad.


En el concilio de Clermont, ciudad situada en el centro de Francia, el papa Urbano II predicó la Primera Cruzada, prometiendo el perdón de los pecados y la eterna bienaventuranza a todos cuantos participasen en la campaña.


«Vosotros, los que habéis cometido fratricidio -decía el Santo Padre-, vosotros, los que habéis

tomado las armas contra vuestros propios padres, vosotros, los que habéis matado por paga y habéis robado la propiedad ajena, vosotros, los que habéis arruinado viudas y huérfanos, buscad ahora la salvación en Jerusalén. Si es que queréis a vuestras propias almas, libraos de la culpa de vuestros pecados, que así lo quiere Dios…» «¡Dios lo quiere!» -gritaron a una voz millares de hombres de todas las clases sociales, reuniéndose en torno del Papa, para recibir cruces de paño rojo que luego fijaban en su hombro izquierdo como señal de que tomaban parte en la campaña.


Pedro el Ermitaño. Recorrió los burgos y campos de Italia y Francia predicando la Cruzada a los humildes. Era un hombre de pequeña talla , larga barba y ojos negros llenos de pasión; su sencilla túnica de lana y las sandalias le daban un aspecto de auténtico asceta. Las multitudes le veneraban como si fuera un santo y se consideraban felices si podían besar o tocar sus vestidos.


Reunió una abigarrada muchedumbre de 100.000 personas, entre hombres, mujeres y niños.

La mayoría carecía de armas, otros se habían llevado las herramientas, enseres de la casa y ganados, como si se tratara de un corto viaje. Atravesaron Alemania, Hungría y los Balcanes, creyendo siempre que la ciudad próxima sería ya Jerusalén. Llegaron a Constantinopla, donde el emperador griego Alejo les facilitó buques para el paso del Bósforo.


En Nicea fueron destrozados por los turcos seljúcidas.


Pedro el Ermitaño y un reducido número de supervivientes regresaron a Constantinopla, donde esperaron la llegada de los caballeros cruzados.


Miles de soldados, con la cruz en el pecho y espada de doble filo, viajaron hacia los Santos Lugares para recuperarlos.


El viaje de Tierra Santa duraba varios años. Estaba lleno de riesgos y no había ninguna seguridad de volver con vida. Los peligros acechaban a lo largo de toda la ruta.


Además de los existentes en la misma Siria, donde aun en las épocas de paz eran recibidos con desconfianza y sospecha, y hasta con cierto desprecio, existían muchas otras contingencias.


Las penalidades de la navegación en las inseguras naves de aquella época, que naufragaban fácilmente y la presencia de los piratas. Muchos peregrinos terminaron vendidos en los mercados de esclavos. En la misma Europa , los riesgos eran grandes.


En los caminos solitarios esperaban los bandidos, incluyendo muchos señores que se dedicaban al lucrativo bandolerismo, para despojarlos. Sus expediciones supusieron también un desarrollo del comercio de su época.


En esta cruel y desafortunada empresa participaron ejércitos organizados, los mejores contingentes caballerescos de la cristiandad y, junto a estas huestes guerreras, muchedumbres de pobres y masas de pastorcillos y niños de las aldeas, en una eclosión de ímpetu, fe, misticismo y fervor como probablemente hay pocos otros ejemplos en la historia.


El ardor de las cruzadas se mantuvo vivo a pesar de las constantes catástrofes, de la muerte, de las inimaginables penalidades y de la creciente y cada día mayor resistencia del Islam.


Dos siglos después del último fracaso aún seguía hablándose en la cristiandad occidental de esta empresa y de la posibilidad de reanudarla, y aún hoy el folklore francés conserva viejas canciones campesinas en que se recuerdan las penas y los triunfos de esa tremenda aventura.


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