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Lo que mi hábito de videojuegos reveló sobre mi corazón

| Jay King

Cuando nuestros amores nos hacen descuidar lo que deberíamos amar, la sabiduría que Dios nos ha dado es negarnos a nosotros mismos.

Imagen de Marko Deichmann. / Pixabay.

Si se hiciera un seguimiento de los casi treinta años de mi vida, habría tres actividades dominantes: dormir, ir a la escuela y los videojuegos.


Desde muy joven me encantaron los videojuegos. Me encantaba perderme en las historias, los desafíos y los mundos. Me encantaba pasar tiempo con mis amigos mientras jugaba y, francamente, me encantaba ser bueno en ello. Me encantaba la emoción de un nuevo reto, la concentración de trabajar en ello y la satisfacción de completarlo. Todo esto era bueno.


Uno de mis primeros recuerdos es explicarle a un niño mayor (probablemente tendría seis o siete años) que no leía las conversaciones en Pokémon porque aún no había aprendido a leer. Durante los quince años siguientes, tuve casi todas las consolas y portátiles importantes, desde la Nintendo 64 hasta la Xbox 360, y pasé muchísimo tiempo con cada una de ellas.


No tengo forma de saberlo con certeza hasta que me presente delante de Dios y rinda cuentas, pero la cantidad de tiempo que he pasado jugando es probablemente superior a las diez mil horas.


Desde preescolar hasta la secundaria, nunca vi el juego como un problema. Los estudios me resultaban tan fáciles que mis notas no se veían afectadas, y era lo bastante sociable como para pasar por alguien que no pasaba incontables horas jugando solo. Para mí, los juegos eran una forma fácil de escapar de mis miedos, inseguridades y aburrimiento, al tiempo que me proporcionaban una serie de objetivos en los cuales centrar mi atención.


No fue sino hasta la universidad cuando empecé a notar una conexión entre mi afición a los juegos y mi corazón.


Enemigo de mi alma

Mi compañero de cuarto y yo fuimos invitados a un estudio bíblico con un par de estudiantes de último curso, Justin y Alex, que se habían hecho nuestros amigos (nos mostraron lo que realmente significaba ser bueno en Mario Kart). Durante una de esas reuniones, Justin señaló que las acciones y los deseos pecaminosos suelen tener detonantes definibles en nuestros corazones, y nos animó a rastrear nuestras acciones pecaminosas hasta el momento de su concepción y a buscar patrones en la forma en que se producen.


Cuando hice un inventario de mi propio corazón, descubrí que cualquier período de juego prolongado iba acompañado de un aumento del pecado en mi corazón y en mi vida. Cuando jugaba durante mucho tiempo, la tentación era más difícil de resistir, los frutos del Espíritu se apagaban mientras sus contrapartes pecaminosas proliferaban, y mi afecto por Dios y por los demás parecía casi inexistente. Empecé a darme cuenta de que mi amor por el juego era un enemigo de mi alma.


Darme cuenta de esto no afectó mucho a mi comportamiento, aparte de crear resentimiento en mi corazón. Me seguían gustando los videojuegos y quería seguir disfrutando de ellos. Pasé los siguientes cuatro años intentando moderar mi juego, siempre argumentando que los videojuegos eran un pasatiempo amoral que podía seguir disfrutando si simplemente controlaba mi comportamiento.


Esto me llevaba a ciclos de consumo compulsivo y abandono. Me contenía durante una semana, pero luego mi agenda se aligeraba o mi autocontrol se debilitaba y volvía al exceso, lo que podía significar entre tres y veinticinco horas de juego en unos pocos días. Luego, me resentía conmigo mismo. Incluso empecé a borrar mi progreso en el juego después del consumo compulsivo para recordarme lo insignificantes que eran mis esfuerzos. Eso funcionaba bastante bien para un juego concreto, pero siempre había otro juego que me devolvía al ciclo.


Mi batalla llegó a un punto crítico en el año 2017, después de graduarme de la universidad. Quería asistir al Seminario Southeastern en el otoño de 2018, pero sabía que mis hábitos de juego no podían continuar si quería amar a Dios con todo mi corazón y dedicarme al ministerio pastoral. También sabía que mi tiempo en la universidad podría haber sido mucho más fructífero si este hábito nunca hubiera existido, y me arrepentía de las horas dedicadas a ello.


Tras un último fracaso a la hora de controlar mis hábitos de juego, llegué a la conclusión de que la moderación era imposible para mí porque los videojuegos ocupaban demasiado lugar en mi corazón. Frustrado, me puse en contacto con un amigo para preguntarle si quería mi Xbox. Ni siquiera me importaba venderla. Quería deshacerme de ella y no estaba seguro de que mi voluntad resistiera si la venta tardaba demasiado.


Jesús dice que si tu mano derecha te hace pecar, córtatela y tírala (Mt 5:30). Sentí que solo algo así funcionaría. Dejé la consola a mi amigo al día siguiente y, desde entonces, no he vuelto a tener una consola ni una computadora lo bastante potente como para jugar.


Nuevas responsabilidades

No todo ha sido un camino fácil desde entonces. En 2019, estuve a punto de ceder y comprarme una nueva Xbox, pero el Señor fue bondadoso y en su lugar le dio a mi automóvil la necesidad de neumáticos nuevos. Los juegos para móviles también han tenido cierto atractivo para mí, pero no tienen la misma atracción que los juegos de alta calidad de las plataformas principales. El Señor me ha bendecido con una esposa maravillosa, una hija preciosa y las correspondientes responsabilidades que hacen imposible el juego continuo.


Cuando miro hacia atrás, el tiempo que dediqué a los videojuegos es uno de los mayores remordimientos de mi vida. Aunque me reí mucho y disfruté de cada momento, para mí, el costo fue demasiado alto. Tuve todas las oportunidades para aprender habilidades increíbles y construir grandes relaciones que podrían haber dado mucha gloria a Dios entonces y ahora. En lugar de eso, elegí pasar mi tiempo en videojuegos que lograban poco y no servían a nadie de manera significativa. Los juegos solo alimentaban mi deseo egocéntrico de estar siempre entretenido y me quitaban la motivación para invertir en cualquier cosa que importara y requiriera esfuerzo.


Sospecho que el juego es parte de la razón por la que a menudo luché para formar amistades significativas y duraderas en el pasado. Yo no jugaba como Justin y Alex, quienes fueron intencionales en conocer a mi compañero de cuarto y a mí, invitarnos a estudios bíblicos y a la iglesia, y compartir el evangelio con sus compañeros después de unas cuantas carreras.


Sin el trabajo duro de la conexión intencionada, mi capacidad para ser un buen amigo se atrofiaba. Cuando se trataba de acompañar a otros en el dolor, no sabía absolutamente nada. Cuando finalmente me encontré con el sufrimiento profundo en el contexto de las relaciones cercanas como un joven estudiante de seminario, yo era completamente inútil o evasivo en la respuesta a la misma. Afortunadamente, el Señor orquestó esos eventos para que coincidieran con mi tiempo en el curso requerido de consejería bíblica, el cual me equipó con muchas de las bases relacionales necesarias para ser un amigo fiel.


El Señor me ha redimido de otras maneras. Antes, cuando me obsesionaba con un juego en mi corazón, me irritaba constantemente cualquier interrupción u otros compromisos que surgieran. Ahora, sin videojuegos que constantemente halen mi corazón y mi mente, soy capaz de servir a Dios y a los demás con más paciencia y alegría. Tengo tiempo para aficiones más difíciles, pero también más satisfactorias y santificadoras, como leer, pasar tiempo con mi hija, hacer skimboarding o encontrar un programa con el que mi esposa y yo podamos estrechar lazos.


Morir a los ídolos

A causa de mi trasfondo y circunstancias, dejar los videojuegos por completo era la única respuesta. Pero esto no es así para todas las personas. Los videojuegos son una cuestión de sabiduría práctica, no de mandatos explícitos.


Padres, les animo a cultivar las prioridades correctas en sus hijos mientras navegan por los videojuegos. Eso puede significar establecer límites claros (y razones claras para esos límites). Puede verse modelando cómo el amor por Dios, el prójimo y los juegos pueden coexistir mientras juegas con ellos (asegurándote de que Dios y el prójimo son las prioridades más altas). También puedes encontrar artículos, podcasts y blogs con consejos sobre cómo manejar los videojuegos, sea cual sea la etapa de tu vida en la que te encuentres.


Para cualquiera que sienta un amor por los videojuegos similar al mío, le animo a que simplemente pulse el botón de borrar en su partida o archivo guardado. Elimina la tentación y haz que sea imposible acceder a ella sin rendir cuentas. Cuando nuestros amores nos hacen descuidar lo que deberíamos amar, la sabiduría que Dios nos ha dado es negarnos a nosotros mismos (Lc 9:23-25). Poner en su sitio algo que amaba demasiado ha sido el tipo de muerte más difícil que he experimentado. Como dijo mi pastor en un sermón reciente: «Los ídolos son difíciles de matar».


Al final, el problema no es jugar o no jugar, sino el corazón del jugador. No se trata en última instancia de modificar nuestro comportamiento, sino de atender a nuestra alma y guardarla de los ídolos. Te animo a que prestes atención a las palabras de 1 Juan 5:21: «Hijos, aléjense de los ídolos».


Hasta el día de hoy, me encantan los videojuegos, pero no puedo considerarlos un pasatiempo benigno. Para mí, el juego es un peso que envuelve y del que hay que despojarse (He 12:1). No es fácil, pero créeme: vale la pena.


Con información de: www.coalicionporelevangelio.org


LIBRO RECOMENDADO DE LA SEMANA

La crianza de los hijos: 14 principios del Evangelio que pueden cambiar radicalmente a tu familia | Paul David Tripp

Este libro, según Tripp, está destinado a darle una visión, una motivación, una renovada fuerza, y el descanso de corazón que cada padre necesita. Está escrito para darles el gran cuadro del evangelio de la tarea a la cual su Salvador les ha llamado.


Muchos libros de paternidad hablan de cambios en el comportamiento externo, pero el libro de Tripp va mucho más allá del comportamiento, conduce al lector a la fuente del problema: el corazón.




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